La decisión de Putin de invadir Ucrania demuestra por qué los regímenes autoritarios acaban tan a menudo en un desastre.
El año pasado por estas fechas, estaba dándole los últimos retoques a un libro. En un esfuerzo por terminar Age of the Strongman en una nota de moderado optimismo, escribí: “El régimen autocrático es una forma de gobierno inherentemente defectuosa e inestable. A la larga se derrumbará… Pero puede haber mucha agitación y sufrimiento antes de que pase definitivamente a la historia”.
Dos meses después, Vladimir Putin invadió Ucrania. Su decisión fue una demostración de libro de texto de los defectos del gobierno autocrático. Tras décadas en el poder, los líderes se vuelven a menudo propensos a la megalomanía o la paranoia y se preocupan por su propio lugar en la historia. Por lo general, han eliminado todas las fuentes de oposición efectiva. Si deciden actuar de forma desastrosa, no hay nadie ni nada que pueda detenerlos.
Putin llegó al poder en la Nochevieja de 1999 y rápidamente estableció un nuevo estilo de liderazgo autocrático para el siglo XXI —posando con el torso desnudo para los fotógrafos. Detrás de las posturas machistas, había violencia real. Sus opositores locales fueron encarcelados, obligados a exiliarse o asesinados. Se emprendieron brutales campañas militares en Chechenia y Siria. El líder ruso también se posicionó como el líder de una reacción global contra el liberalismo occidental; le dijo al Financial Times en 2019: “La idea liberal ha quedado obsoleta”.
Otros hombres fuertes manifestaron su admiración. El club de fans del líder ruso incluía a Xi Jinping de China, Rodrigo Duterte de Filipinas, Mohammed bin Salman de Arabia Saudita, Viktor Orbán de Hungría y Donald Trump. El expresidente estadounidense llegó a describir como un acto de genialidad las amenazas de Putin a Ucrania, apenas días antes de que Rusia la invadiera.
Pero este culto a Putin no sobrevivirá a la brutal debacle de Ucrania. El estilo de liderazgo autocrático también puede perder parte de su atractivo global.
Los regímenes autoritarios que apoyan a Putin también han tenido un mal año. La teocracia iraní, que acudió en ayuda de Rusia con drones militares, se enfrenta a las protestas populares más sostenidas desde la revolución de 1979. El líder supremo de Irán, Alí Jamenei, tiene 83 años y está enfermo. Tras su muerte el régimen estará más en peligro Los sistemas que no son democráticos siempre tienen problemas con las transiciones políticas.
En China, Xi con mano dura se ha abierto camino hacia un tercer mandato y se atrinchera para gobernar de por vida. Pero su centralización del poder ha provocado un importante deterioro de la gobernabilidad china. Xi ha metido la pata en política exterior y económica, y sus insostenibles políticas de “Covid cero” provocaron protestas sin precedentes. Los problemas a los que se enfrenta China son directamente atribuibles a un sistema político en el cual el poder y la autoridad están excesivamente concentrados en un único líder casi imperial, cuyo criterio no puede cuestionarse libremente.
Trump, un autoritario innato, elogió recientemente a Xi por gobernar China con “puño de hierro”. Pero la propia burbuja de Trump parece desinflarse rápidamente, tras los resultados sorprendentemente flojos del partido Republicano en las elecciones a mitad de mandato. Su declive demuestra una distinción crucial entre la política autocrática en las democracias y en los sistemas autoritarios. En los países donde las instituciones democráticas siguen siendo sólidas, es posible expulsar a un autócrata a través de las urnas.
Eso quedó demostrado en Brasil este año, donde Jair Bolsonaro —a veces descrito como el “Trump de los trópicos”—, perdió su intento de reelección. Duterte, el hombre fuerte filipino, también se vio obligado a dimitir este año, aunque su hija es ahora vicepresidenta de Ferdinand Marcos Jr. En Gran Bretaña, Boris Johnson, a quien el expresidente estadounidense calificó como el “Trump británico”, también se vio obligado a abandonar su cargo. El nuevo primer ministro, Rishi Sunak, confía mucho menos que Johnson en el carisma personal y la retórica populista.
Pero los hombres fuertes también pueden ganar elecciones. En Hungría, Orbán, quien sigue siendo un héroe para la extrema derecha estadounidense, ganó la reelección con bastante facilidad. En Israel, Benjamin Netanyahu está a punto de volver como primer ministro al frente de la coalición más derechista de la historia israelí, que incluye un ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, con un historial de simpatía por el terrorismo de extrema derecha.
En Arabia Saudita, el príncipe Mohammed, ha recuperado la confianza y la autoridad gracias al aumento del precio del petróleo. En la India, Narendra Modi ha sido capaz de apartar las críticas a su historial en materia de libertades civiles y mantiene su dominio político. En México, el presidente populista Andrés Manuel López Obrador, conocido como AMLO, está impulsando cambios que erosionarán la supervisión independiente de las elecciones.
Las maquinaciones de AMLO demuestran que ni siquiera los países con elecciones libres están a salvo de los instintos antidemocráticos de un hombre fuerte a cargo del gobierno. Un movimiento característico es atacar a las instituciones independientes, y eventualmente a los individuos, que amenazan su poder. En Turquía, el alcalde de Estambul, Ekrem İmamoğlu, quien se esperaba que fuera candidato en las elecciones presidenciales del próximo año contra Recep Tayyip Erdoğan, acaba de ser condenado a más de dos años de prisión, acusado de insultar a funcionarios públicos.
De distintas maneras, Erdoğan, Putin y Xi están demostrando que, aunque los hombres fuertes gobernantes suelen cometer errores terribles, todavía pueden ser temiblemente difíciles de destituir.
Pero incluso en Turquía, el régimen autocrático se tambalea, al igual que en Rusia y quizá en China. Es posible que este estilo maligno de hacer política haya tocado techo. Eso espero.
Gideon Rachman
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