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Donald Trump debe ser procesado

Permitir que no sufra consecuencias agravará el daño que ya ha hecho al país.

Opinión de Charles M. Blow.

Donald Trump podría ser imputado penalmente. ¡Por fin!

La oficina del fiscal del distrito de Manhattan ha señalado que es probable que se presenten cargos relacionados con los pagos de sobornos que hizo Trump a la estrella de pornografía Stormy Daniels.

Pero también hay dudas sobre si este es el mejor caso para ser el primero entre los que Trump enfrente penalmente, sobre la solidez de este caso en comparación con otros y sobre las implicaciones históricas de acusar a un expresidente de cualquier cosa.

Y con respecto a esas implicaciones, las consideraciones centrales siempre parecen ser la importancia de cualquier precedente derivado del procesamiento de un expresidente y el significado político más general, es decir el daño que podría causar al país. A menudo se deja fuera de ese cálculo, me parece, el daño que Trump ya ha hecho y está a punto de seguir haciendo.

La acción judicial no es el problema; el problema es el propio Trump. Y cualquier pretexto de que las acusaciones de su criminalidad merodeadora son un espectáculo secundario a las apuestas políticas y que, por lo tanto, se solucionaron en 2020 en las urnas y no en un juicio, es en sí mismo un error judicial y causa un daño incalculable.

El año pasado, mientras la comisión del 6 de enero de la Cámara de Representantes celebraba las audiencias, Elaine Kamarck, directora fundadora del Center for Effective Public Management de la Brookings Institution, escribió: “Procesar a Trump no es simplemente determinar si las pruebas existen. Es una cuestión que forma parte de un asunto más amplio vinculado a cómo restaurar y defender la democracia estadounidense”.

Yo no lo veo así. Cualquier juicio contra Trump debe depender de las pruebas y del principio de que la justicia es ciega. Las consideraciones políticas, entre ellas la de establecer cuál podría ser la secuencia ideal de casos, entre jurisdicciones y por su gravedad, sólo sirven para distorsionar el proceso judicial.

El sistema judicial debe estar desvinculado de las implicaciones y consecuencias políticas, incluso de la posibilidad de consecuencias disruptivas.

Por ejemplo, ¿podría una acusación y procesamiento de Trump causar consternación y posiblemente incluso disturbios? Por supuesto. Trump lleva años preparando a sus seguidores para su martirio y evangelizando la idea de que cualquier sanción contra él es un ataque contra ellos. Esta transferencia de sentimientos de persecución y dolor a partir de un victimismo fabricado es un recurso psicológico típico del líder de una secta.

Trump utiliza las pasiones que ha encendido como amenaza política contra quienes lo persiguen: En 2019, mientras enfrentaba un juicio político, recurrió a Twitter citando a Robert Jeffress, un pastor que había aparecido en Fox News y planteado imprudentemente que si Trump era destituido “causaría en esta nación una fractura similar a la Guerra Civil de la que este país nunca sanaría.”

El año pasado, en un programa de radio conservador, Trump dijo que si se lo acusaba en relación con su presunto manejo indebido de documentos clasificados, “creo que tendríamos problemas en este país como quizá nunca hayamos visto antes”. No creo que el pueblo de Estados Unidos lo toleraría”.

Una y otra vez, Trump ha incitado a sus partidarios en esta dirección: ya sea durante la campaña presidencial de 2016, instando a los participantes de los mítines a “dar una paliza” a las personas que pudieran interferir en el proceso, o diciendo a los Proud Boys, durante un debate de 2020, que “se replegaran y esperaran.”

El 6 de enero de 2021, esperó y observó el ataque al Capitolio durante horas, resistiéndose a las súplicas de sus propios asesores para que intentara detenerlo. Cuando Trump finalmente hizo una declaración, restó importancia a la insurrección y dijo a regañadientes a los alborotadores que se fueran a casa, no sin añadir: “Los queremos. Son muy especiales”.

Trump es el empresario de la incitación. Utilizará cualquier intento de hacerlo responsable para agitar y activar a sus seguidores.

Esa no es una razón para evitar procesarlo legalmente con vigor y rapidez, sino más bien una razón para hacerlo. Si sentamos el precedente de que amenazando significativamente a la sociedad se obtiene protección contra la aplicación de la ley, se pondría en ridículo al Derecho.

Reforzaría lo que ya era un problema persistente en el sistema de justicia penal: el trato desigual que reciben los ricos y poderosos, comparado con los pobres y desvalidos.

Según una serie de estudios publicados hace más de una década en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, las personas con mayores ingresos son más propensas a mentir, engañar y llevar literalmente caramelos para dárselos a los niños. Los investigadores sugieren que varios factores podrían haber contribuido a ello, entre ellos una menor percepción del riesgo, mucho dinero para hacer frente a los “costos derivados” de su comportamiento, sentimientos de superioridad, menos preocupación por lo que piensan los demás y una sensación general de que la avaricia es buena.

Al mismo tiempo, como escriben Jeffrey Reiman y Paul Leighton en su libro –Los ricos se enriquecen y los pobres van a prisión– “el sistema de justicia penal está sesgado de principio a fin de tal forma que garantiza que, por los mismos delitos, los miembros de la clase baja tengan muchas más probabilidades de ser detenidos, condenados y encarcelados que los miembros de las clases media y alta”.

Los autores van más allá y teorizan que el objetivo del sistema de justicia penal ni siquiera es prevenir la delincuencia o impartir justicia, sino “proyectar al pueblo estadounidense una imagen creíble de la amenaza de la delincuencia como una amenaza proveniente de los pobres”. Cuando se piensa de esa manera, no es difícil ver cómo Trump y muchos de sus admiradores deciden ponerse por encima de la ley. De hecho, si no fuera rico y poderoso, casi con toda seguridad se le habría imputado hace mucho tiempo.

Procesar a Trump no fracturará el país. Al contrario, sería un paso para enmendarlo, un paso para apuntalar la endeble promesa de “igualdad de justicia ante la ley”.

Los ojos del país están puestos en estos casos, los ojos de todos aquellos que han sido acosados por infracciones menores, que han sido condenados por delitos de los que otros se han librado o por los que no han cumplido condena. No sólo ellos están vigilando, sino también sus seres queridos y sus comunidades.

Ellos también son Estados Unidos, y dañar aún más su fe en el país debería importar tanto como dañar la fe de cualquier otra parte de nuestro cuerpo político.

Para rehabilitar la justicia estadounidense, Trump debe ser procesado.

Charles M. Blow ha sido columnista de The New York Times desde 2008.  Comenzó su carrera en el periódico como editor de gráficas y luego pasó a ser director del departamento gráfico; puesto desde el cual logro un premio para The New York Times de la Sociedad de Diseño de Noticias por la cobertura dada a los eventos del 11 de septiembre.  Blow también fue director artístico de National Geographic por dos años antes de retornar a The New York Times en 2008.

The New York Times

Lea el artículo original aquí.

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