Las tragedias ocurridas en Allen y Brownsville, Texas, fueron perpetradas por dos hispanos: uno, cuyas creencias supremacistas lo llevaron a matar a ocho personas con un rifle de asalto en un centro comercial; y el segundo, con largo historial criminal, que embistió con su vehículo —no se determina aún si intencionalmente— a una multitud de migrantes frente a un albergue, matando a ocho e hiriendo a 10, casi todos venezolanos en busca de asilo. El fin del Título 42 este jueves 11 de mayo acrecienta temores de más actos de violencia en la frontera.
Apenas días antes, otro hombre de origen mexicano, identificado como Francisco Oropesa, había enlutado también a Texas tras realizar otra matanza en la comunidad de Cleveland, condado de San Jacinto, donde dio muerte a cinco de sus vecinos hondureños, uno de apenas 9 años de edad, con un rifle AR 15.
Lamentablemente vuelve a probarse que el odio y el prejuicio son males que aquejan a cualquier persona sin importar su origen. Es decir, la semilla del odio que encuentra terreno fértil en mentes febriles y desequilibradas, y que es sembrada por sectores ultraconservadores que han normalizado y abrazado la retórica antiinmigrante, tiene adeptos en todos los grupos étnicos. Los hispanos, a pesar de que las estadísticas prueban que los delitos de odio en su contra han aumentado en los últimos años, no son la excepción.
Según datos del FBI, se registró un aumento de 62% de delitos contra la comunidad latina en 2018, cuando se registraron 485 incidentes, dejando 671 víctimas, en comparación con 2015, cuando hubo 299 incidentes y 392 víctimas. Sobra decir que todo ello ocurrió durante el gobierno de Donald Trump.
Negar que el racismo y el prejuicio no existen en nuestra comunidad hispana sería como negar la historia de todos los países que integran este continente donde origen, clase social, nivel económico, educativo o situación migratoria, por solamente nombrar algunos, han sido empleados para discriminar, explotar, maltratar y, en casos extremos, matar personas.
Los motivos pueden ser incluso distintos, pero nombres como Salvador Rolando Ramos, quien mató a 21 personas en una escuela de Uvalde, Texas, el año pasado; Francisco Oropesa, el asesino de Cleveland, también en Texas; Mauricio García, el supremacista de Allen; o George Alvarez, que atropelló y mató a 8 migrantes en Brownsville, se suman a la lista de asesinos que llevan a cabo fechorías donde mueren más de cuatro personas, que es como tipifica la organización Gun Violence Archive los tiroteos masivos. Todo esto, gracias también a los débiles controles que hay en este país para obtener armas y rifles de asalto con los que se llevan a cabo las masacres.
La situación es más que evidente cuando todos nos encontramos mezclados en este experimento llamado Estados Unidos, que se precia de ser “faro de igualdad”. Basta
con visitar ciudades a través del país para atestiguar cómo entre hispanos hay discriminación. Algunos se sienten mejores que otros de su misma o de distinta nacionalidad. Se sienten más inteligentes o poderosos y miran a los demás por encima del hombro.
Obviamente no hay generalizar pues, como en toda sociedad, entre los hispanos hay de todo: gente buena, gente mala, gente que mira por el bien y el progreso común, y otros que una vez se sienten seguros, solamente viven buscando la forma de hacer que otros tropiecen.
Pero un ejemplo clarísimo de esto es el de aquellos que han llegado a Estados Unidos desde cualquier país latinoamericano, sin documentos. Se establecen, de algún modo regularizan su situación y entonces condenan y satanizan a los indocumentados que llegan después buscando las mismas oportunidades. Son los que quieren levantar el muro o cerrar las fronteras cuando ellos están ya de este lado, con documentos o sin ellos.
Nos remitimos ahora a la temporada electoral para recordar cómo en los actos políticos de Donald Trump, quien predicaba y sigue predicando prejuicio, racismo y sigue satanizando a los migrantes y tildándolos de “invasores”, había latinos apoyándolo y todavía lo siguen haciendo. Y no son únicamente los de la base que sin ningún pudor repiten los insultos hacia su propia gente o equivocadamente aclaran que con sus ataques Trump no se está refiriendo a “ellos”, sino a los “otros”, como si para Trump o sus seguidores hubiese alguna distinción. También están los poderosos y electos que al no condenar el racismo se hacen cómplices.
Por ello, no es sorprendente ni extraño que los latinos, como otros sectores de esta sociedad, tengan prejuicios y un odio tal contra sus semejantes que los lleve a cometer barbaries como las de Brownsville y Allen, Texas, este pasado fin de semana. Aunado a ello, e independientemente de resultados posteriores, hay dos temas principales que se destacan de esta larga lista de trágicos incidentes: por un lado, los tiroteos masivos, como una de las epidemias más peligrosas de EE.UU.; y por otro, la imparable retórica antiinmigrante promovida por la ideología conservadora. Este peligroso binomio se está convirtiendo en la norma en los últimos años, al menos desde la era Trump y no creemos que vaya a parar en los próximos meses o años. Desafortunadamente, ahora involucra también a los latinos como perpetradores, lo cual no es bueno, pero también es una realidad que debemos asumir ahora.
Lo que hay que recalcar es el nivel de responsabilidad que tienen los funcionarios electos que dan plataforma y exposición a todos estos ataques racistas y antiinmigrantes contra toda una comunidad, sin medir las consecuencias letales que sus palabras pueden tener en mentes desequilibradas, hispanas o no hispanas, que un día deciden acabar con el “invasor” por su propia cuenta. Sus manos también están manchadas de sangre.