Lo que está en juego no es lo mismo y la geografía tampoco.
Opinión de Janan Ganesh
En 1964, cuando reconocer a la China “roja” seguía siendo la muerte para un presidente estadounidense, Charles de Gaulle lo hizo. Más tarde sacó a Francia del mando militar integrado de la OTAN. En una gira épica casi homérica por América Latina, prometió a esa región su solidaridad contra un estado hegemónico sin nombre pero no difícil de adivinar. Aunque nunca llegó a ser equidistante entre Estados Unidos y la URSS, le gustaba establecer una equivalencia espuria entre el poder dominante de ambos.
Pongamos a Emmanuel Macron en perspectiva. Sí, en palabras y comportamiento, se acercó demasiado a China durante su reciente visita a ese país. Ha puesto distancia entre Francia y el resto de Europa, entre Europa y Estados Unidos, entre Occidente y Taiwán. Ningún líder del mundo democrático está más necesitado de un buen publicista.
Sólo que cualquiera de sus predecesores o sucesores podría haber hecho lo mismo, o peor. Francia quiere ser a menudo una “tercera fuerza” en el mundo. (Antes de que acabara la guerra fría, François Mitterrand propuso una Confederación Europea que incluyera a Rusia.) También tiene más peso diplomático y militar que cualquier otro Estado de la UE. Si juntamos estas realidades, “Europa”, en la medida en que exista como actor en los asuntos mundiales, nunca se comprometerá totalmente con la postura de Estados Unidos con respecto a China. El problema no es un hombre impulsivo.
Hay razones, más allá de Francia, para dudar de que Estados Unidos y Europa lleguen a coincidir con respecto a China. En primer lugar, no está en juego lo mismo. Estados Unidos defiende su posición como primera potencia mundial. Ni Europa ni ninguna de las naciones que la componen tienen ese estatus desde hace aproximadamente un siglo. De por sí, el surgimiento de una segunda potencia no afecta tanto a Berlín o Bruselas como a Washington. (Aunque, como dice la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, la forma en que se ejerce ese poder cada vez afecta más.) No existe el mismo compromiso oficial de mantener la supremacía porque no existe la misma supremacía.
En segundo lugar, Estados Unidos es, o podría ser, autosuficiente. Tiene los recursos en energía, agricultura y tecnología. En el arte de grabar miles de millones de transistores en un chip de silicio, sigue trabajando para reducir su exposición a fuerzas externas. Pero al menos puede contemplar la posibilidad de “desvincularse” (una frase que sus dirigentes utilizan mucho menos que nosotros, los comentaristas, por cierto) de China. Eso es menos cierto en un continente cuyas diversas dependencias quedaron humillantemente expuestas cuando Rusia invadió Ucrania. Europa está condenada por las circunstancias a jugar un juego más cuidadoso y pérfido.
También está el invariable detalle de la distancia. Si finalmente hasta las naciones más torpes de Europa occidental se aferraron a EEUU durante la guerra fría, fue porque los soviéticos eran un problema demasiado cercano como para arriesgarse a hacer otra cosa. No es el caso de China.
En su reciente libro, que merece un título menos sensiblero que How Asia Found Herself (Cómo Asia se encontró a sí misma), el historiador Nile Green se pregunta qué es y dónde está ese continente. Con sus civilizaciones tan diseminadas y variadas, algunas de las cuales tardaron en ponerse en contacto y comprenderse entre sí, Asia podría ser algo demasiado amplio como para definirla.
Avanzando un poco más con este razonamiento, uno se da cuenta de que incluso Estados Unidos tiene una reivindicación como país asiático. No se trata sólo de varios miles de millas de costa en el Pacífico. O de las tendencias demográficas que sugieren que los asiático-americanos superarán a los hispanos como mayor grupo de inmigrantes en Estados Unidos a mediados de siglo. Es pura costumbre. Tanto si lo fechamos en la apertura de Japón (1853) como en la guerra hispano-estadounidense (1898), Estados Unidos fue un factor militar en Asia mucho antes que en Europa. Durante los “aislacionistas” años treinta, estaba en posesión de las Filipinas. Sólo Japón representa el 31% de las tropas estadounidenses en servicio activo estacionadas en el extranjero. California, el estado cultural, tecnológico y militar más importante, está orientado hacia Asia en un sentido más amplio que el físico.
Estados Unidos siente cada cambio de poder en Asia con la sensibilidad, si no de un local, de algo mucho más que un lejano socio comercial y garante de seguridad. Este nivel de inversión psíquica en ese “teatro” no existe entre la clase dirigente de ninguna capital europea.
Nada de esto significa que la visión que Macron tiene de China vaya a imponerse en Europa. Hay demasiada desconfianza en los motivos franceses. Y en Gran Bretaña, Alemania, Polonia y los países bálticos demasiada deferencia hacia Estados Unidos. Pero Europa tampoco podrá nunca coincidir con la visión que tiene Estados Unidos de China, ni en contenido ni en la asombrosa prioridad que se le concede. ¿Cómo podría? Macron se considera un hombre del destino. La geografía es el destino.
Janan Ganesh es columnista y editor asociado del FT. Escribe sobre política internacional para el FT y sobre cultura para la edición de fin de semana. Anteriormente fue corresponsal de política para The Economist durante cinco años.
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