En 2022 la izquierda regresó como opción política mayoritaria en Latinoamérica, aunque con posiciones menos homogéneas que la primera ola rosa. Pero las reacciones encontradas de sus presidentes ante la caída de Pedro Castillo en Perú sugirió que algunos de ellos no actúan como verdaderos demócratas.
Por Mauricio Saénz*
Cuando decidimos cerrar 2022 con un texto acerca de la nueva ola de gobiernos de izquierda en América Latina, el enfoque era previsible. El asunto se justificaba como símbolo del año porque en estos 12 meses se consolidó la tendencia surgida desde 2018, cuando la izquierda comenzó a recuperar el poder en elecciones libres y siempre a costa de los representantes del continuismo conservador.
En efecto, era posible abrazar una interpretación optimista: Latam mostraba una sana alternancia en el gobierno. Por ejemplo, Fernando Harto, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, sostenía en entrevista con RTVE.es que esa alternancia indicaba que en la región “las democracias se consolidan”.
Pero a última hora, en diciembre, el intento de auto golpe de Pedro Castillo en Perú vino a complicar el análisis, al poner de nuevo en primer plano la vulnerabilidad del estado de derecho en el subcontinente.
Un proceso imparable
La izquierda había avanzado en forma arrolladora. En enero Xiomara Castro, la esposa del defenestrado Manuel Zelaya, ganó las elecciones en Honduras. En junio, la historia tocó a la puerta en Colombia con el triunfo de Gustavo Petro, el primer presidente izquierdista del país. Y en octubre, Luiz Inacio Lula da Silva protagonizó un espectacular regreso en Brasil tras vencer en las urnas, por escaso margen, al presidente Jair Bolsonaro, el alumno estrella de Donald Trump.
Un poco más atrás, en diciembre de 2021, un jovencísimo Gabriel Boric ganaba la presidencia como el mandatario más izquierdista en casi cincuenta años en Chile. Y en junio de 2020, el maestro rural y líder sindical Pedro Castillo derrotaba en Perú por escaso margen a la derechista Keiko Fujimori. Esa lista ya incluía también a Alberto Fernández en Argentina, a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México, y a Luis Arce en Bolivia.
Los expertos, sin embargo, ya señalaban las diferencias con la primera ola izquierdista, la de los años 2000, protagonizada por Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, entre otros, que era diversa, pero no tanto.
Ciertamente entre estos nuevos presidentes de izquierda existen coincidencias ideológicas. Pero más allá, carecen del viejo entusiasmo por las cumbres multilaterales y por la integración regional. Hoy tienden menos a priorizar sus relaciones mutuas, entre otras cosas por la llegada de un socio como China, que ha puesto al comercio intrarregional en un segundo plano. Ellos, en fin, no tienen las mismas estrategias ni objetivos, y enfrentan circunstancias domésticas tan particulares que terminan por separarlos.
Un ejemplo interesante se presentó en noviembre, a la hora de elegir al nuevo presidente del Banco Interamericano de Desarrollo. Esta oportunidad de ‘recobrar’ esa importante posición para los gobiernos de izquierda se perdió cuando Chile, Argentina y México fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre un nombre que le hiciera contrapeso al candidato de Bolsonaro, el brasileño Ilan Goldfajn.
Otros ejemplos: Boric y Petro mantienen posiciones ambientalistas, defienden el feminismo y promueven los derechos LGBTIQ+, a tiempo que López Obrador rechaza esos sectores, a los que considera “conservadores”. Mientras Petro nombró a un defensor de derechos humanos en el Ministerio de Defensa, AMLO les ha dado a los militares un rol inusitado en su Gobierno.
Pero un factor en especial plantea problemas de identidad a los integrantes de la nueva ola rosa: su actitud frente a los exponentes menos presentables del izquierdismo en América Latina, los regímenes eternizados y dictatoriales de Daniel Ortega en Nicaragua, Nicolás Maduro en Venezuela y Miguel Díaz-Canel en Cuba. En este aspecto, todos ellos, salvo tal vez Boric, hacen gala de una retórica más o menos afortunada (o desafortunada) para caminar entre cristales.
Un momento difícil
Esas grietas conocidas de la izquierda democrática latinoamericana, a veces más de forma que de fondo, quedaron superadas por una de gran calado con la caída de Castillo el miércoles 6 de diciembre.
Acorralado por procesos por corrupción, el presidente peruano decidió disolver el Congreso sin las causales constitucionales, convencido de que esa misma tarde éste lo iba a declarar en vacancia, es decir, a destituirlo. Pero sin apoyo militar ni político, el autogolpe terminó con su perpetrador “vacado” y además detenido. Solo al día siguiente, cuando miles de sus votantes salieron a las calles a respaldarlo, Castillo se arrepintió de su solicitud de asilo en México y declaró que jamás dejaría el poder.
Castillo, un humilde maestro de escuela rural, llegó al poder como representante de un partido de extrema izquierda, lo que de entrada lo puso en la mira de una oposición feroz que temía que Perú se convirtiera en un régimen al estilo de los de Maduro y Ortega.
El hoy expresidente cayó por una mezcla de incapacidad y corrupción, aprovechada por un Congreso que usó la facultad constitucional que permite destituir por “incapacidad moral” y sin mayores dificultades al mandatario en ejercicio. Una facultad cuestionable pero consolidada en la jurisprudencia que ha llevado a que ese país haya tenido seis presidentes en los últimos seis años. Todos ellos, en orillas políticas distintas, le atribuyeron su fracaso a la persecución permanente del Legislativo, aunque ninguno llegó al extremo de intentar subvertir las instituciones.
Castillo no solo incurrió en una conducta antidemocrática por tratar de disolver el Legislativo, sino que lo hizo no para llamar a nuevas elecciones congresionales, sino para convocar una Constituyente, intervenir el poder judicial, incluyendo el tribunal constitucional, y legislar por decreto, o sea, para crear una dictadura como la de Alberto Fujimori en los años noventa.
Pero lejos de condenarlo, Argentina, Bolivia, Colombia y México optaron por victimizar al responsable, con un comunicado en el que expresaron su “profunda preocupación” por Castillo, a quien se dirigieron como presidente del Perú. AMLO fue aún más allá al declarar que las relaciones de México con ese país quedaban “en pausa”. Argumentó que Castillo sigue siendo presidente porque esa fue la voluntad ciudadana y que su destitución representa “un problema, una falla antidemocrática”, según expresó el 13 de diciembre.
Petro opinó por Twitter que Castillo “se equivocó” al tratar de disolver un Congreso “que ya había decidido destituirlo sin respetar la voluntad popular”, y le pidió a la CIDH medidas cautelares a su favor, una solicitud que esa corte pronto negó. Fernández se unió a esa tendencia en un giro sorpresivo, pues ya había hablado con la nueva presidenta peruana, Dina Boluarte, para ofrecerle “su apoyo y colaboración en el marco del fortalecimiento de nuestra democracia”.
Esos presidentes que respaldaron a Castillo lo hicieron a costa de pasar por alto que este desencadenó el problema con una medida tan ilegal y desesperada que después argumentó haberla anunciado bajo el efecto de alguna droga que los congresistas le habrían suministrado secretamente.
Ignoraron también que Castillo fue incapaz en los 20 meses que duró en el cargo de constituir un gobierno creíble y una propuesta política coherente. Y olvidaron, al defender la “voluntad popular”, no solo que la vicepresidenta elegida como fórmula de Castillo fue quien asumió el poder, sino que, como dice el experto colombiano Rodrigo Uprimny, el Congreso tiene la misma legitimidad.
Para Uprimny, “la idea de justificar romper el Estado de Derecho y la democracia constitucional con el argumento de invocar la voluntad popular presidencial es caer en el populismo anticonstitucional. Por varias razones. La primera es porque quién puede decir que tiene más legitimidad constitucional el presidente que el Congreso. Aquí no es un presidente que está siendo cesado por las Fuerzas Militares, sino por otro poder también elegido democráticamente, con unas reglas de juego. Y aunque la interpretación congresional de la “vacancia moral” es discutible, había sido declarada admisible por el Tribunal Constitucional, que a su vez también declaró que lo de Pedro Castillo fue un golpe de Estado. Invocar eso olvida que el Estado de Derecho y los derechos asociados son, como han dicho autores como Bobbio y Habermas, las condiciones que posibilitan el ejercicio de la soberanía popular. Es decir que sin las reglas y las libertades es imposible que se ejercite una voluntad popular genuina.
Entonces, sigue Uprimny, “que los presidentes de izquierda plantearan por ejemplo la necesidad de que se respete el debido proceso a Castillo está bien, pero condenar que (las instituciones) hubieran respondido a una tentativa de golpe de Estado declarándolo vacante creo que es una posición desafortunada y que el argumento de que es un bloqueo de la derecha es como establecer unos estándares distintos para las tentativas de ruptura democrática por parte de presidentes de izquierda y de derecha. Y sería muy desafortunado que la izquierda, que se había reconciliado con el Estado de Derecho y con el constitucionalismo en los años noventa volviera a romper con esos conceptos, como lo han hecho en Venezuela o en Nicaragua”, dijo a CONNECTAS.
Pero cada uno de esos presidentes tiene en su historial algún episodio de enfrentamiento con las instituciones legales y el respeto por el Estado de Derecho.
Petro y AMLO en su momento enfrentaron con medidas de hecho procedimientos judiciales en su contra cuando ejercieron la alcaldía de sus capitales. En el caso del segundo, para algunos en México sus declaraciones muestran “su desdén por instituciones y leyes cuando no convienen a las causas que él respalda”, como escribió Raúl Trejo Delarbe, investigador el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, en su columna del diario Crónica. Además, Delarbe considera que “para el populismo elemental que practican López Obrador o Castillo, la ley es reivindicable cuando les resulta útil y, si no, la consideran un estorbo”.
Petro también ha dado muestras de un escaso respeto por la independencia del poder judicial. Últimamente ha causado gran controversia su proyecto para sacar de las cárceles por decreto a jóvenes presos por delitos cometidos en medio de las protestas de 2021 y convertirlos en “gestores de paz”, según el Gobierno, o “milicianos petristas”, según los críticos. Su intención de permitir la siembra de hoja de coca sin mediar una norma legal que lo avale también tiene preocupados a muchos en el país.
En Argentina, la ofensiva gubernamental contra el Poder Judicial ha sido una política de Estado desde que la Corte Suprema comenzó a emitir fallos contra sus decisiones en la última administración de Cristina. Y sus intentos por cambiar la composición de la Corte y hasta de “democratizar” la Justicia han fracasado. En suma, la Justicia —lejos de ser independiente—, se ha convertido en un instrumento utilizado por ambos lados de la política argentina para enfrentar a sus rivales.
Por su parte el presidente Arce hizo eco en Bolivia del rechazo a la forma como su jefe político, el expresidente Evo Morales, renunció luego de enfrentar protestas en todo el país tras ganar una reelección llena de vicios y marcada por el fraude. Esa misma injerencia del poder político sobre el sistema judicial, que ahora ejercen pero entonces condenaron porque afectaba sus intereses, incidió con fuerza en la desconfianza y hartazgo de los bolivianos, pero también en la comunidad internacional, que puso en la mira al país. Y hay casos concretos como la cuestionada sentencia de 10 años de cárcel para la expresidenta Jeanine Áñez.
Un fuerte contraste
La defensa a ultranza de Castillo confirmó que la verdadera brecha en la izquierda latinoamericana va mucho más allá de las particularidades de sus proyectos políticos. Por lo visto en los últimos días, esta ola rosa se divide sobre todo entre los gobiernos dispuestos a pasar por encima del Estado de Derecho en función de sus objetivos, y los que no.
En efecto, Lula da Silva y Gabriel Boric asumieron una actitud contrastante con la de sus colegas, pues se abstuvieron de cuestionar la legalidad de la destitución de Castillo y mantuvieron una actitud moderada.
Boric estaba entre los presidentes más cercanos a Castillo, pero el jueves se negó a firmar la carta de apoyo. Algunos lo atribuyeron a su ya expreso rechazo a las dictaduras, y otros a un acto de coherencia, ya que el presidente chileno tramita una nueva Constitución en su propio país y no puede, por lo tanto, cuestionar la validez de la de un vecino. Aunque la mayoría de sus aliados políticos ha evitado dar una opinión sobre lo que pasa en Perú, varios de ellos, como el exparlamentario comunista Hugo Gutiérrez, han salido a respaldar las protestas que piden la disolución del congreso peruano y una asamblea constituyente en ese país. Pero más allá de eso, la cancillería chilena se limitó a lamentar la crisis política de Perú y a expresar sus deseos de que se pudiera resolver “a través de mecanismos democráticos y el respeto al Estado de derecho”.
Por su parte, el presidente electo de Brasil afirmó que “siempre hay que lamentar que un mandatario elegido democráticamente tenga ese destino”, pero aclaró que entiende “que todo caminó dentro de los moldes constitucionales”.
Una declaración contundente al provenir de alguien como Lula, que soportó con estoicismo democrático el impeachment de su sucesora, Dilma Roussef, y se vio él mismo enfrentado a un proceso judicial politizado, basado en acusaciones nunca probadas. A pesar de que las circunstancias evidenciaban una persecución judicial impulsada por Bolsonaro, Lula dio pruebas de su compromiso con la Carta Política al aceptar ir a la cárcel sin recurrir a la insurrección ni al desprestigio de las instituciones democráticas.
A estas alturas, surge la pregunta de si el respeto al Estado de Derecho es opcional según los vientos políticos que corran. Para Uprimny, “no es negociable, es la invención del constitucionalismo liberal (…) para que el poder no sea arbitrario a través de mecanismos como la separación de poderes, la independencia judicial y el sometimiento de todos a unas reglas comunes . Y la experiencia comparada abrumadora, y también teórica, es que no hay democracia sin Estado de Derecho (…). Entonces por eso yo, siendo una persona que se situaría en la izquierda, creo que ni siquiera compromisos de transformación profunda autorizan romper el Estado de Derecho. Además creo que lograr cambios profundos sostenibles es más difícil a través del Estado de Derecho, pero se hacen más legítimos y sostenibles en el mediano y largo plazo”.
¿Y qué hacer cuando los mecanismos constitucionales, como la “vacancia moral” son el problema? “Hay que buscar consensos políticos para ajustar esas instituciones. A veces uno puede, a través de un consenso político enorme, encontrar salidas extrainstitucionales que pueden tener legitimidad democrática siempre y cuando vayan por carriles de consensos muy fuertes, como ocurrió un poco con la Constitución de 1991 en Colombia, donde hubo pactos de consenso legitimados por múltiples actores y no impuestos por uno de ellos. Perú hoy debería tratar de buscar una salida de ese estilo. Sería la paradoja de que con su torpeza política, Pedro Castillo, habría abierto la puerta a lo que él buscaba, que era salir de la constitución fujimorista de 1993. Esa sería una salida de acuerdos políticos, incluso como hicieron Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, o Evo Morales en Bolivia, y por eso esas constituciones salieron relativamente bien”.
A estas alturas, nadie sabe cómo terminará la grave crisis política y social del Perú, un país atravesado por las protestas de miles de peruanos pobres que vieron rotas las esperanzas que habían puesto en ese presidente tan humilde como ellos. Pero una cosa es clara: la tragedia de las decenas de muertos y los centenares de heridos solo se puede atribuir a ese presidente que convirtió la violación del Estado de Derecho y de la democracia en su única estrategia para permanecer en el poder.
Justamente esta semana salió a la luz la medición anual para 2022 del Índice del Estado de Derecho, producida por el World Justice Project. Este trabajo indicó que la adherencia a ese pilar fundamental de la democracia cayó por quinto año consecutivo en el mundo. América Latina, como era de esperar, no fue la excepción. Y hechos como el respaldo de varios presidentes a un golpista no augura que esa situación vaya a mejorar, al menos en el futuro cercano.
Cada semana, la plataforma latinoamericana de periodismo CONNECTAS publica análisis sobre hechos de coyuntura de las Américas. Si le interesa leer más información como esta puede ingresar a este enlace. (FAVOR EN “este enlace” INCLUIR EL SIGUIENTE ENLACE: https://www.connectas.org/tqh/ )
* Editor de análisis en CONNECTAS