El presidente tiene que ser un político más agudo y no convertirse en su peor enemigo.
¿Recuerdan la icónica imagen de aquel Joe Biden sonriente en su Corvette Stingray 1967? Mostraba al encantador Tío Joe, un tipo cool con estilo retro que había estado en la pista y sabía cómo manejarla.
Cuatro meses después de que el presidente Biden calificara de “irresponsable” el mal manejo de documentos clasificados por parte de Donald Trump, ese automóvil clásico (estacionado en la casa del presidente en Delaware junto a sus propias cajas con material clasificado) se ha transformado en un brillante símbolo de hipocresía. Si uno entrara a un laboratorio político del Partido Republicano y pidiera un error garrafal perfecto, saldría con el comentario que el presidente hizo la semana pasada a un reportero de Fox News: “Mi Corvette está en un garaje cerrado”.
Bueno, la despensa en Mar-a-Lago también está bajo llave.
Hace apenas dos semanas, los demócratas se reían del caos en el Partido Republicano, convencidos de que el control republicano de extrema derecha de la Cámara los ayudaría en 2024. Luego experimentaron la exquisita tortura que es ir publicando poco a poco información políticamente perjudicial, me refiero al reconocimiento de documentos clasificados encontrados en las antiguas oficinas de Biden y en su casa de Wilmington. Ahora se encuentra totalmente en una posición muy incómoda: en la mira de poderosas comisiones del Congreso, de periodistas agresivos en busca de primicias y de un nuevo y metódico fiscal especial, Robert Hur, que está a la altura de Jack Smith, el fiscal especial que investiga a Trump.
La equivalencia óptica entre Trump y el Biden es ficticia, por supuesto. Trump es un estafador que al parecer se llevó intencionadamente cientos de documentos clasificados, jactándose de haber guardado las carpetas “clasificadas” o “confidenciales” marcándolas con la etiqueta de “buenos recuerdos”. Sobre los documentos clasificados que se llevó en secreto declaró, según varios asesores: “No son de ustedes, son míos”, y al parecer, desafió una citación judicial para que devuelva los documentos, exponiéndose así a una posible acusación por obstrucción a la justicia. Biden, por el contrario, fue descuidado y lento a la hora de buscar y revelar la existencia de unos 20 documentos clasificados extraviados, pero está cooperando plenamente con las autoridades.
Desafortunadamente para Biden, esta distinción no puede sobrevivir fácilmente al ambiente cargado de citaciones del Congreso y del fiscal especial, a las implacables preguntas de los periodistas y a las nuevas acusaciones de indecencia que señalan la llegada de un nuevo drama político por episodios. Muchos votantes con mejores cosas que hacer con su tiempo que analizar los matices de los registros presidenciales pueden concluir casualmente que ambos hombres son políticos descuidados y mentirosos.
Por un lado, el embrollo de los documentos clasificados no es más que un mordaz preludio de la campaña de 2024, una historia que saldrá a la luz, desaparecerá y volverá a salir a la superficie con tediosa previsibilidad. Pero los nuevos problemas de Biden van más allá. Representan tanto un desafío a su principal marca política de honor y decencia como el comienzo de un período de escrutinio más intenso y potencialmente combativo para un presidente que se dispone a postularse para la reelección.
Las 10 presidencias estadounidenses desde 1973 se han enfrentado a la investigación de un fiscal especial o fiscal independiente, excepto una: la de Barack Obama. Durante ocho años, a Obama, su vicepresidente y otros altos cargos se les percibió como figuras de una rectitud inusual, y esa impresión de integridad volvió cuando Biden asumió el cargo tras cuatro años de corrupción generalizada. Pero ahora este marcado contraste ético con Trump se ha difuminado. Esto complica la esperada campaña de reelección del presidente, e incluso podría estropearla.
La mayoría de los demócratas siguen pensando que Biden es honesto, y consideran que sus logros en materia de economía, clima, infraestructuras y defensa de la democracia son mucho más importantes que este desliz. Pero es difícil exagerar el nivel de exasperación que sienten los demócratas hacia él por haber desperdiciado la enorme ventaja política derivada del tema Mar-a-Lago y por echar a perder lo que podría haber sido la mejor oportunidad para condenar a Trump por cargos federales.
Para entender el porqué, es necesario retroceder más de una docena de años en la historia. Desde los primeros momentos de la presidencia de Obama, los republicanos lo atacaron por todo, desde por haber nacido en Kenia (una mentira racista impulsada por Trump, entre otros) hasta por llevar trajes de color marrón. Incluso cuando Obama se distrajo con todo esto, logró ignorarlo.
Eso se debe a que el gobierno de Obama con Biden como vicepresidente estableció un nivel ético excepcionalmente alto y normalmente lo cumplió. A la Casa Blanca libre de escándalos de Obama le gustaba mantener las cosas “restringidas”, como él decía, a veces demasiado restringidas. Si alguien se pasaba de la raya, la respuesta solía ser despedir primero e investigar después, como fue el caso de Shirley Sherrod, una funcionaria negra del Departamento de Agricultura, destituida en 2010 después de que Fox News difundiera una cinta muy editada, extraída de un sitio web de derecha, en la cual se hacía creer que había pronunciado un discurso racista ante la NAACP. De hecho, las declaraciones de Sherrod se habían sacado de contexto, pero cuando eso se reveló, ya la habían despedido. Cabe mencionar, que posteriormente, la agencia le ofreció volver a contratarla.
Las vulnerabilidades de Biden están más cerca de casa. Al parecer, sus aliados afirman que la historia se olvidará porque no es más que una distracción de Washington, pero esa no fue la experiencia de Hillary Clinton con sus correos electrónicos y su servidor. De la misma manera que las agotadoras audiencias de Bengasi de 2014 a 2016 ablandaron a Clinton para los ataques posteriores, la historia de los documentos de Biden puede reactivar los alegatos no probados sobre sus conexiones con ejecutivos chinos quienes mantenían turbios negocios con miembros de su familia. ¿Tuvieron acceso ciudadanos extranjeros a los documentos clasificados manipulados indebidamente? Eso es muy poco probable. Pero los legisladores republicanos utilizarán las acusaciones de los demócratas sobre fallas de seguridad en Mar-a-Lago como excusa para iniciar extravagantes líneas de investigación.
Y el Partido Republicano tiene ahora facultad de citación para ahondar en objetivos amarillistas como el contenido de la computadora portátil de Hunter Biden y cualquier comunicación que esta contenga que implique al actual presidente. James Comer, el nuevo presidente del Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, llevará casi con toda seguridad a Hunter Biden y a su tío James Biden, hermano del presidente, ante el comité para que testifiquen sobre sus sospechosamente lucrativos tratos con empresas extranjeras y la forma en que sus negocios se cruzaban desastrosamente con la sórdida vida personal de Hunter Biden.
Para navegar la tormenta que se avecina, Joe Biden tiene que mejorar su juego político (algo que no es fácil para un hombre de su edad) y evitar convertirse en su peor enemigo. En primer lugar, tendrá que mantener su famoso temperamento fuera del entorno público. Si el Tío Joe se transforma en Rabioso Joe, debido a su hijo o debido a su manejo de documentos clasificados o debido a cualquier otra cosa, sus problemas empeorarán. Más allá de una mejora de la economía y una conclusión satisfactoria de la guerra en Ucrania, la mejor medicina para sus males políticos sería una sorprendente victoria legislativa. En el nuevo Congreso, 18 republicanos de la Cámara de Representantes representan distritos que Biden ganó en 2020. Si Biden logra convencer a algunos de ellos de que voten en contra del impago de la deuda nacional y en contra de permitir que la economía mundial entre en una depresión (una tarea más difícil de lo que parece debido a los inevitables desafíos que experimentarán quienes crucen el pasillo en las elecciones primarias), se llevará el mérito de haber evitado una grave crisis económica.
Pero incluso si Biden consigue victorias, sobrevive a los venenosos legisladores republicanos y sale con un mero regaño en el informe del fiscal especial, la historia de los documentos clasificados probablemente lo ha despojado de un valioso activo político con algunos independientes y demócratas: el beneficio de la duda. La sensación general de que Biden, al igual que Obama, está limpio y libre de escándalos ha sido sustituida por la habitual suposición en Washington de cierto grado de culpabilidad.
Los republicanos son feroces perros de presa, sobre todo cuando tienen algo que morder. Y Biden, mejor presidente que candidato, nunca ha tenido la destreza necesaria para hacer una buena defensa. Cuando se postuló por primera vez a la presidencia en 1988, se vio obligado a retirarse en medio de acusaciones menores de plagio a las que un político más diestro podría haber sobrevivido. Con los años, su habilidad para hacer campaña se fue deteriorando. Tuvo un mal desempeño en Iowa y New Hampshire en 2020 y se recuperó en Carolina del Sur y ganó la nominación solo porque los demócratas concluyeron en masa que era el mejor candidato para vencer a Trump.
Esa sigue siendo la conjetura predominante dentro del Partido Demócrata: Lo hizo antes y puede volver a hacerlo. Pero no está claro que los votantes de base estén de acuerdo. El año pasado, una encuesta del New York Times/Siena College mostró que casi dos tercios de los demócratas no querían que Biden se postulara. Aunque su posición mejoró tras las elecciones intermedias, ha descendido en las primeras encuestas publicadas desde que salió a la luz la historia de los documentos.
El presidente es ahora un nadador anciano en un mar de tiburones. Y varios tiburones son incluso demócratas. Seguramente habrá algún ambicioso aspirante a las elecciones primarias que argumente, más con pesar que con rabia, que apoya la mayor parte del historial de Biden, pero que las elecciones son sobre el futuro y que el partido necesita un candidato más vigoroso. No olvidemos que Biden tendría 86 años al final de un segundo mandato.
Mientras tanto, el presidente no sale bien parado en las encuestas que lo enfrentan a los republicanos en hipotéticas contiendas en 2024. Biden y Trump han estado casi empatados, un dato deprimente para los demócratas. Y si el Partido Republicano designa a un candidato más joven como Ron DeSantis, Biden podría ser el octogenario perdedor en las elecciones generales.
Imaginemos, en cambio, que el presidente sigue el ejemplo de Nancy Pelosi y decide no postularse. Comer y los payasos miembros de su comité probablemente acabarían dirigiendo la mayor parte de sus ataques contra los demás demócratas que no sean Biden. Los demócratas “darían vuelta a la página”, como recomendó Obama en 2008, con una cosecha de candidatos más frescos, probablemente gobernadores, que contrasten mejor con Trump y tengan buenas probabilidades de vencer a un republicano más joven. Y el sonriente anciano del Corvette (habiendo quedado ya en el pasado sus defectos y protegida su familia) asumiría el lugar que le corresponde como puente entre generaciones políticas, ya que posiblemente haya sido el presidente de un solo mandato más exitoso de la historia de Estados Unidos.
Jonathan Alter – The New York Times
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