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Springsteen, Seinfeld y lo que el país ha echado de menos

El regreso de los eventos en vivo y lo que podemos denominar como “nostalgia americana” puede dar una sensación de optimismo y unidad a un país profundamente dividido por la política en un mundo post Covid-19.

Opinión de Pamela Paul

¿Hay algún sentimiento más llamativo en este momento sombrío que el optimismo? O, en un momento en que la mitad del país parece estar en guerra simultáneamente con la otra mitad y consigo misma, ¿hay unidad? Quizás aún más desconcertante, esa sensación dormida durante tanto tiempo, ¿será esperanza?

La mayoría de los eventos en vivo, ya sea un partido deportivo o un concierto, tienden a generar una sensación de comunidad. Pero el pasado fin de semana, en dos actuaciones con aparentemente poco en común —la aparición número 100 de Jerry Seinfeld en el Beacon Theater el sábado por la noche y la de Bruce Springsteen and the E Street Band en el UBS Arena de Long Island el domingo— la respuesta emocional colectiva se sintió casi extraordinariamente elevada, e inesperadamente similar.

No fue sólo que el propio concepto de sincronicidad en sí estuviera tan marcadamente desincronizado con nuestra época de divisiones. El sentimiento de unión tampoco parecía provenir de la demografía de la audiencia, que era abrumadoramente blanca, mayoritariamente masculina y, en general… no joven. Algo más que la mera nostalgia de su yo anterior parecía estar en juego. Fue como si las dos actuaciones reconectaran al público con una cultura anterior, una cultura que nuestra actual cacofonía fragmentada de entretenimiento infinito ya no puede ofrecer.

Springsteen tiene 73 años y Seinfeld 68. Ambos alcanzaron la cima de su popularidad en una época anterior a la Internet, al iPhone y al streaming. Por aquel entonces, una actuación era algo que se presenciaba en el momento y no a la carta. Como señaló Chuck Klosterman en su libro de 2022, “The Nineties”, la televisión de aquella época se basaba en la idea de que sólo se podía ver en un momento determinado. “Seinfeld” ofrecía una experiencia especialmente en tiempo presente, filmada ante la audiencia de un estudio: “Durante gran parte de una década, ‘Seinfeld’ fue el programa de acción en vivo más popular y transformador de la televisión”, escribe Klosterman.

El entretenimiento era casi necesariamente una experiencia compartida, no puramente personal, más universal y, en cierto modo, más accesible. Uno podía comprar una entrada para un concierto sin sufrir un colapso total por culpa de Ticketmaster. Springsteen, que con su E Street Band en una ocasión fue elegido por los lectores de la Rolling Stone el mejor artista en vivo de todos los tiempos, debe gran parte de su popularidad a las giras y los álbumes en vivo. Y hasta esta gira de 2023, Springsteen se esforzó notablemente por mantener las entradas a un precio razonable.

Tanto Springsteen como Seinfeld vivieron su apogeo en un momento político muy diferente de este país. Los años ochenta y noventa tuvieron sus problemas, pero el sentimiento dominante era que las cosas iban bien en Estados Unidos o que, al menos, mejorarían. Incluso aquellos que no compartían la visión de un nuevo “amanecer en EEUU” de Ronald Reagan se sentían unidos en que no estaban de acuerdo. Y las divisiones que existían en los años 90, que ahora disfrutan de su propio renacimiento cultural, parecen conflictos en un jardín de infantes comparadas con la oscura polarización actual.

Seinfeld y Springsteen también se hicieron populares en una época en la que las estrellas aún tenían un atractivo masivo y ejercían una amplia influencia cultural. En nuestra cultura actual, altamente basada en la auto promoción pública, contrasta la autenticidad con sus respectivas personalidades públicas, que se han mantenido bastante constantes a lo largo del tiempo. Aunque Bruce se codee con Barack Obama y Jerry se pasee en sus lujosos coches, ninguno de los dos resulta elitista o abiertamente intelectual.

Y el hecho de que estos dos liberales por excelencia de la zona de NY-NJ-CT atraigan al resto del país, un consenso poco logrado, puede tener una repercusión especial. Springsteen, por supuesto, encarna al estadounidense trabajador y olvidado: el veterano de Vietnam, el obrero, la clase baja. Seinfeld se muestra más como tipo urbano, que se las arregla en la vida cotidiana, desconcertado por sus absurdos. Pero a la hora de proyectar la normalidad del estadounidense promedio—una hazaña nada desdeñable para dos chicos de clase media convertidos en multimillonarios— ambos saben cómo hacer que su público se sienta escuchado.

Incluso para esta particular no devota, presenciar el intenso vínculo entre Springsteen y sus fans fue una experiencia extraordinaria. En los momentos de melancolía y luto (“Last Man Standing” estuvo dedicada a un amigo de su primera banda recientemente fallecido), pude sentir cómo el público del estadio se concentraba en el rostro de Springsteen. Los gritos en voz baja de “Bruuuce” entre canción y canción y la forma en que Springsteen se encontró con las manos levantadas de sus fans mientras recorría el escenario hacia el final de una noche de tres horas de duración se sintieron como una comunión atemporal y casi trascendental. “¿Quieren irse a casa?” Springsteen gritaba rítmicamente al público después de escuchar los repetidos “Nooooo”. Lo decían en serio.

El compacto set de Seinfeld, de menos de una hora (“Corten todo, corten”, dijo a Jimmy Fallon en “The Tonight Show” el pasado otoño), dejó igualmente a su público con un palpable deseo de permanecer en ese momento. Seinfeld les había dado exactamente lo que habían venido a buscar: escenas cómicas fáciles de entender, risas fáciles sobre temas no angustiantes, desconcierto en lugar de indignación. En el aire se respiraba un ambiente de flotación elevada y, a pesar de los horrores que pudieran estar ocurriendo fuera del teatro, adentro parecía que todo el mundo estaba alineado.

“Seinfeld” se emite en Netflix. Springsteen está en Spotify. Pero el hecho de que estos artistas conecten con un público tan dispuesto a recibirlos ofrece un respiro extraordinariamente vivificante en este momento divisivo y sombrío posterior al COVID. La exuberancia, el positivismo, esa sensación de “estar juntos en esto” es exactamente lo que nos ha estado faltando.

Pamela Paul es columnista de opiniones para The New York Times desde 2022.  Anteriormente fue editora de The New York Times Book Review durante nueve años.  Ha escrito ocho libros, muchos de ellos, como “How to Raise a Reader” y “Parenting, Inc.”, destinados la educación de los.  Antes de unirse al equipo de The New York Times, trabajó para The Economist, The Atlantic, Vogue y el Washington Post.

The New York Times

Lea el artículo original aquí.

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