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China, Japón y la guerra de Ucrania

La fusión de rivalidades geopolíticas en Asia y Europa recuerda inquietantemente a los años treinta.

Opinión de Gideon Rachman.

Mientras Xi Jinping era recibido con gran pompa y ceremonia en Moscú la semana pasada, Fumio Kishida se encontraba a 500 millas de distancia, en Kiev.

El hecho de que el presidente de China y el primer ministro de Japón realizaran visitas simultáneas y rivales a las capitales de Rusia y Ucrania subraya la trascendencia mundial de la guerra de Ucrania. Japón y China son rivales acérrimos en Asia oriental. Ambos países comprenden que su lucha se verá profundamente afectada por el resultado del conflicto en Europa.

Esta aparente disputa entre China y Japón sobre Ucrania forma parte de una tendencia más amplia. Las rivalidades estratégicas en las regiones euroatlántica e indopacífica se solapan cada vez más entre sí. Lo que está surgiendo es algo que se parece cada vez más a una sola lucha geopolítica.

La visita de Xi a Moscú confirmó lo que el profesor de Harvard Graham Allison denomina la “alianza no declarada más importante del mundo”: un eje Rusia-China que se extiende por toda la masa continental euroasiática. Moscú y Pekín se acercan a Irán y también respaldaron las “preocupaciones legítimas y razonables” de Corea del Norte en la declaración conjunta que hicieron la semana pasada.

Frente a la alianza Rusia-China hay un grupo de democracias estrechamente aliadas con Estados Unidos. Esto está respaldado por la OTAN en la zona euroatlántica y por los aliados de Estados Unidos en el Indo-Pacífico, entre los que destaca Japón.

El gobierno de Biden está fomentando un fortalecimiento de los lazos entre los aliados asiáticos y europeos de Estados Unidos. El año pasado, Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda asistieron por primera vez a una cumbre de la OTAN. En esa reunión, la OTAN abrió nuevos caminos al identificar explícitamente a China como una amenaza para los “intereses, la seguridad y los valores” de la alianza. Los mismos cuatro países del Indo-Pacífico asistirán en julio a una cumbre de la OTAN en Lituania.

Todo esto ha sido percibido con desagrado en Moscú y Pekín. La declaración ruso-china de la semana pasada expresaba “seria preocupación por el continuo fortalecimiento de los lazos de seguridad militar de la OTAN con los países de Asia-Pacífico”. También condenó explícitamente al Aukus, el nuevo pacto de seguridad entre Australia, el Reino Unido y Estados Unidos.

La declaración adjudicaba todos estos movimientos a la “mentalidad de guerra fría” de Estados Unidos. Pero la tendencia de Xi y Putin a ver a Estados Unidos como el titiritero detrás de todo puede estarles impidiendo darse cuenta de la forma en la cual sus acciones han alarmado a las democracias de Europa y Asia.

Pronto se producirá una avalancha de visitas de líderes europeos a Pekín para comprobar cuál es la posición real de China respecto a Ucrania. Pero es poco probable que Xi ofrezca a los presidentes de Francia y de la Comisión Europea algo más que palabras cordiales.

El gobierno japonés considera que el ataque de Putin a Ucrania es una prueba de que se han desatado los poderes autoritarios. Temen que una victoria rusa en Ucrania pueda envalentonar a China en su región. Como indicó Kishida en un viaje a Gran Bretaña el pasado mes de mayo: “Ucrania podría ser Asia oriental el día demañana”.

A principios de este año, Japón anunció un aumento del 26,3 por ciento del gasto en defensa. La visita de Kishida a Ucrania fue un paso espectacular para Tokio: la primera vez desde 1945 que un primer ministro japonés visita una zona de guerra.

La aparición de dos bloques mundiales rivales ha hecho inevitable hablar de una nueva guerra fría. Hay claras repeticiones de aquel conflicto, con una alianza Rusia-China enfrentada de nuevo a una coalición de democracias liderada por Estados Unidos, mientras un amplio grupo de naciones no alineadas, ahora denominadas el “Sur global”, se mantiene al margen.

Sin embargo, hay un paralelismo histórico aún más sombrío, que me parece más convincente, y es el del aumento de las tensiones internacionales en las décadas de 1930 y 1940.

En aquel momento, igual que ahora, dos potencias autoritarias (una en Europa y otra en Asia) estaban profundamente insatisfechas con un orden mundial que consideraban injustamente dominado por las potencias angloparlantes. En los años treinta, las naciones descontentas eran Alemania y Japón. El periódico Asahi resumía la opinión oficial en Tokio cuando se quejaba, en 1941, de que EEUU y el Reino Unido estaban imponiendo un “sistema de dominio mundial basado en las visiones angloparlantes del mundo”. Versiones contemporáneas de esa queja se hacen ahora regularmente en la televisión estatal rusa o en el Global Times de China.

En su libro Fateful Choices, el historiador Ian Kershaw relata cómo reaccionó el Japón Imperial ante el estallido de la guerra en Europa: “Fue a raíz de los asombrosos triunfos militares de Hitler en Europa occidental cuando Japón, tratando de explotar la debilidad de estos países, tomó las fatídicas decisiones de expandirse hacia el sudeste asiático”. Esas decisiones llevaron rápidamente a Japón a la guerra, no solo contra Gran Bretaña, Francia y Holanda, sino también contra Estados Unidos.

Si la Rusia de Putin también hubiera logrado un “asombroso triunfo militar” y hubiera tomado Kiev en tres días, Xi podría haber sacado conclusiones similares sobre la debilidad del poder occidental en Asia y decidido que había llegado el momento de un cambio radical.

Pero el peligro de que se produzca un conflicto mundial dista mucho de haber terminado. El estallido de la guerra en Europa, combinado con el aumento de las tensiones en Asia Oriental (y las crecientes conexiones entre estos dos teatros) todavía tiene claros ecos de los años treinta. Todas las partes tienen la responsabilidad de asegurarse de que, esta vez, las rivalidades entre Europa y Asia no culminen en una tragedia mundial.

Gideon Rachman ha sido columnista en jefe para asuntos exteriores del Financial Times desde 2006.  Se unió al FT luego de una carrera de quince años en The Economist que incluyó puestos como corresponsal extranjero en Bruselas, Washington y Bangkok.  Sus intereses particulares incluyen la política externa de Estados Unidos, la Unión Europea y la globalización.

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