Los obsesionados con la política exigen que los líderes inspiren a sus seguidores, pero los votantes indecisos no buscan inspiración.
Cuando finalizó su período al frente del Manchester United, José Mourinho le mostró tres dedos a un grupo de periodistas impertinentes. Estaba comparando su botín de títulos de la Liga Premier con el de los otros 19 directores técnicos de la división. “Tres para mí. Dos para ellos. Respeto. Respeto, hombre”.
Ese es un discurso en suelo británico que Joe Biden debería plagiar. Aunque a menudo se lo trata como un hazmerreír, ha sido parte de tres fórmulas presidenciales ganadoras. Lideró las elecciones primarias Demócratas de 2019-20 casi de principio a fin, incluso cuando los formadores de opinión preferían a Elizabeth Warren, Pete Buttigieg, Kamala Harris, Bernie Sanders y o a casi cualquier otro mamífero bípedo de los alrededores. Este verano, ha rescatado una presidencia fallida con una importante legislación ecológica. Su índice de aprobación ha subido. No es el presidente Lincoln, no. Ni siquiera es el presidente Clinton. Pero su reputación de torpe cordial no es ignorada tanto como se debería.
En muchos momentos, los líderes Demócratas de EEUU y los líderes Laboristas del Reino Unido suelen ser parecidos. John F. Kennedy y Harold Wilson fueron iconos hábiles pero superficiales del cambio generacional. Jimmy Carter y James Callaghan fueron trabajadores lentos pero laboriosos que atravesaron tiempos difíciles. Bill Clinton y Tony Blair eran centristas bastante elocuentes. El patrón se remonta a aquellos hombres modestos que tenían mucho que ostentar: Harry Truman y Clement Attlee.
Bueno, Biden y Keir Starmer también son cortados de la misma tela. Cada uno de ellos tiene una reputación de baja a media que desmiente al peso de las pruebas. Hace dos años, los expertos se preguntaban cómo un hombre que tanto los aburría podía salvar al Partido Laborista de una crisis terminal. Ahora lo regañan por ser sólo el favorito, y no un candidato seguro para ganar las próximas elecciones. Por la forma burlona en que se sigue hablando de él, uno no se enteraría de que Starmer ha superado todas las expectativas. O que lo hizo a pesar de haber perdido su primer año por una pandemia que le quitó toda relevancia a la Oposición de Su Majestad.
¿Qué ocurre en este caso? Creo que es más que simplemente el mismo error aleatorio en dos países. Es la atomización de la vida moderna.
Imagine que es un experto o algún otro tipo de político liberal. Su educación lo ha desarraigado de su hogar y de sus padres, quienes son menos ilustrados. O ha hecho que el patriotismo le parezca un poco tonto. Algo debe llenar ese vacío de pertenencia. Y resulta ser una tribu partidista. Dado que la política ya no es un mero interés, sino una fuente de identidad, usted anhela para su rebaño un pastor mesiánico y no un simple líder. Y por eso le otorga demasiada importancia a cosas como la pasión, la visión, la retórica y el romance. Desarrolla un punto ciego para el poder electoral de la insensibilidad bienintencionada.
Me estoy metiendo con las élites en este punto, pero un admirador de Donald Trump en un restaurant no es tan diferente. La fuerza atomizadora podría ser el declive de los sindicatos. O quizás de la religión, ya que el aumento del partidismo estadounidense tiene una cierta correlación con la disminución en la membresía de las iglesias. Se trata de lo mismo: una necesidad de comunión humana a través de la política, de un liderazgo inspirador. Y una incomprensión de los que no tienen esa necesidad. Sea cual sea su enemistad, el liberal de élite y el populista de corazón forman parte del mismo club: los obsesionados con la política.
No es de extrañar, pues, que se subestime a Biden y Starmer. Los votantes indecisos no son tan raros y necesitados como los comprometidos. Se sienten cómodos con la idea de que cada elección enfrenta a un mal menor con un mal mayor. No se fijan en la política el resto del tiempo, y mucho menos la utilizan como fuente de compañerismo indirecto. Es por eso por lo que un líder no necesita tener un poder estelar elemental para atraerlos. Les basta que sea alguien con quien puedan convivir.
Esta es una verdad que se ha perdido desde 2008. Barack Obama ganó la Casa Blanca porque era el más blando de los dos candidatos. John McCain, su errático rival, nombró a una compañera de fórmula poco seria. Por algún principio desconcertante, suspendió su campaña cuando cayó Lehman Brothers. Fue un intervencionista militar en una nación con cicatrices de guerra. Es cierto que su lema –Esperanza y Cambio– le aseguró a Obama la candidatura Demócrata. Pero su lado “no dramático” le llevó al premio mayor.
La gente olvida lo inofensivo que era Dwight Eisenhower jugando al golf, la cautela y la vida íntima apenas tradicionalista de Franklin Roosevelt. En cuanto a Attlee, el único primer ministro del Reino Unido de la posguerra que puede mirar a Margaret Thatcher a los ojos, no dijo nunca una frase memorable. Cuando califican a Starmer de ser un aburrido sin visión, o a Biden de ser un mediocre de toda la vida, yo sólo veo como crece el número de sus votos. Como hoy en día mucha gente busca algún tipo de arrebato en la política, se olvida de que un número electoralmente decisivo de votantes no es igual a ellos o ellas. Los candidatos diligentes, poco atractivos y que son los menos malos han prosperado durante mucho tiempo en la política. Lo que es nuevo es la sorpresa cuando así ocurre.
Janan Ganesh
Derechos de Autor – The Financial Times Limited 2021.
© 2021 The Financial Times Ltd. Todos los derechos reservados. Por favor no copie y pegue artículos del FT que luego sean redistribuidos por correo electrónico o publicados en la red.
Lea el artículo original aquí.