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Líderes europeos deben evitar divisiones que sólo benefician a Putin

Poner los intereses nacionales por delante de la UE sería un error ante la amenaza de las crisis invernales.

Una llama gigante que arde a las afueras de San Petersburgo, lo suficientemente grande como para que se vea desde Finlandia, encarna el desafío que enfrenta Europa a medida que se acerca el otoño: Vladimir Putin quema gas mientras el continente se prepara para un invierno de descontento provocado por los precios récord de la energía.

El ataque de Putin a Ucrania ha puesto de manifiesto la necesidad de más bienes públicos paneuropeos y de una acción conjunta, sobre todo en materia de seguridad e independencia energética.  Refuerza una toma de conciencia que ya estaba calando en la mente política gracias a la pandemia y a la crisis climática.

A pesar de ello, los próximos seis meses pondrán a prueba las mejores intenciones de los líderes en materia política y económica. La necesidad de hacer más cosas juntos llega justo cuando los políticos nacionales se enfrentan a la extrema tentación de enfocarse más en el plano doméstico.  Además, los gobiernos tendrán que invertir más dinero en el bien común, en el mismo momento en el cual sus economías se deterioran.

Todos los países se ven sacudidos por los altos precios de la energía y la necesidad de amortiguar el golpe para los votantes y para las empresas ocupará cada vez más la atención política.  Sería un error dejar que la crisis del costo de la vida nos distraiga de la ayuda a Ucrania, dado que su causa en gran medida es la militarización de los precios del gas por parte de Putin.  No obstante, la tentación de hacerlo, y la presión de poner al propio país en primer lugar, será más fuerte a medida que el sufrimiento por el aumento de las facturas de energía sea más severo.

Además, hay fricciones preexistentes que socavan la capacidad de acción colectiva de la UE. La erosión del Estado de Derecho en Polonia y Hungría sigue sin resolverse.  La Comisión Europea se ha negado a aprobar los planes de recuperación de este último y ha puesto en marcha su nuevo instrumento para frenar también otras transferencias presupuestarias a Budapest.  Está aprobado el plan de Varsovia, pero cualquier desembolso está condicionado a nuevas concesiones sobre su politizada reforma judicial.  La restricción económica puede hacer que ambos vuelvan al redil, pero también podría tentarlos a desempeñar un mayor papel de aguafiestas.

Por otra parte, los fantasmas políticos de la crisis de la eurozona han empezado a aparecer nuevamente. Las sospechas sobre la forma en que Italia está gastando el dinero del fondo de recuperación no están muy lejos de la superficie. Se oyen quejas de que Berlín no se ha desprendido de sus instintos mezquinos cuando se trata de la ayuda financiera de la UE a Ucrania.  En España -antes duramente golpeada por las crisis, pero hoy relativamente bien situada con su gran capacidad de importación de gas- a los políticos les resulta difícil no invertir el viejo sermón de Alemania, y acusan al país de vivir por encima de sus posibilidades (energéticas).

Más allá de la política, los obstáculos económicos a las decisiones sobre medidas concretas también aumentan.  Para proteger a Europa de la manipulación energética de Putin se requerirán inversiones que vinculen mejor las infraestructuras energéticas del bloque.  No obstante, las finanzas públicas y privadas van a deteriorarse.

La mayoría de los indicadores de crecimiento apuntan en la dirección equivocada; el mero estancamiento sería un resultado afortunado.  Incluso si Europa se salva de una recesión total, los juegos de Putin con el gas la empobrecerán porque se deteriorarán mucho los parámetros comerciales.  Alemania ha entrado en déficit comercial a causa de las costosas importaciones de gas.  A esto hay que añadir una ortodoxia monetaria que indica al Banco Central Europeo que debe reducir la demanda agregada, amortiguar las demandas salariales y frenar el (impresionante) crecimiento del empleo en la eurozona.

Esta tormenta perfecta hace que el invierno sea de división y, por tanto, de indecisión.  Por supuesto, ese es el objetivo de Putin.  El objetivo de toda Europa debe ser evitarlo.

Es un buen comienzo que los líderes de la UE sean muy conscientes de su situación.  Como todos se enfrentan a crisis energéticas en su país, comprenden las presiones internas que sufren sus homólogos.  Algunos están tratando de preparar a los votantes para lo que va a venir.  Aun así, hará falta una gran destreza política para hacer aterrizar un mensaje de este tipo entre aquellos que se han sentido ignorados durante mucho tiempo por la abundancia que pueda haber.

Entre los países de la UE se están produciendo intrigantes reconfiguraciones políticas.  La amistad de Hungría con Rusia la ha alejado de Polonia.  Esto ha neutralizado al grupo de Visegrado, que se une a checos y eslovacos, a menudo en oposición a Europa occidental.  Los países del flanco norte de la UE se encuentran con la incómoda situación de que no pueden ser al mismo tiempo halcones de la defensa y halcones fiscales: si quieren una mayor inversión en la seguridad de Europa, deben estar abiertos a un mayor gasto conjunto o a restricciones más laxas en los presupuestos nacionales.

A lo sumo son indicios de una política más cohesionada.  Para lograrlo, y frustrar los designios de Putin, los jefes de gobierno deben resistirse a sus instintos de meros dirigentes nacionales.  El esperado discurso del canciller alemán, Olaf Scholz, en Praga el lunes, es la mejor oportunidad para dar una fuerte señal.  Decir que es un momento decisivo para el futuro de Europa puede ser una exageración. Sin embargo, solo es una leve exageración.

Martin Sandbu

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